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23/12/2013 La verdadera píldora es el ejercicio
Los humanos somos un tipo de primates, o de monos, especialmente adaptados a la locomoción bípeda. Poco han cambiado nuestros genes en los últimos 40.000 años, desde el paleolítico. Por aquel entonces el ejercicio físico, sobretodo el relacionado con la caza, era necesario casi a diario para comer. Por tanto, para sobrevivir.
Si quisiésemos seguir un estilo de vida paleolítico en pleno siglo XXI, es decir, acorde con nuestra biología, deberíamos caminar tres o cuatro horas al día. Un tercio de los adultos del planeta son inactivos. Ni siquiera caminan media hora al día. Y no digamos los niños en Occidente, que cada vez juegan menos al aire libre. Precisamente esta epidemia de sedentarismo se extiende tan rápido como lo hace la incidencia de enfermedades cardiovasculares. Y eso que, paradójicamente, la ciencia médica no deja de progresar. Entre los esperanzadores avances farmacológicos de nuestro siglo, que, por supuesto bienvenidos sean, está la llamada polipíldora. Es decir, la combinación de algunos fármacos (aspirina, hipotensores o drogas para bajar el colesterol) en una sola pastilla para prevenir infartos. Por ejemplo, en varones adultos aparentemente sanos. Lo que muchos desconocen es que el ejercicio regular también tiene un efecto polipíldora, y sin apenas efectos secundarios a poco que se haga con sentido común. Por ello, los médicos no solo deberían aconsejar a sus pacientes que hagan ejercicio: deberían prescribirlo. Además, es el único fármaco con un efecto dosis-respuesta: en general, cuanto más cantidad de ejercicio se acumule a lo largo del día, mejor. Una aspirina infantil diaria tiene efectos beneficiosos sobre las arterias de un adulto, pero una mega-dosis de aspirina podría ser letal. En cambio, es más saludable caminar 3 horas que 30 minutos al día, aunque sea en varias tandas de tan solo 10-20 minutos. Haciendo ejercicio a diario se consigue reducir el riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares, hipertensión, ictus cerebral, diabetes, cáncer de colon o mama, depresión, o de que las personas mayores sufran las temidas caídas. Cuando se contraen, los músculos esqueléticos liberan cientos de sustancias a la sangre, denominadas mioquinas, que viajan por la sangre hasta llegar a otros tejidos (intestino, corazón, grasa o cerebro, entre otros) donde tienen efectos beneficiosos o reparadores: es decir, que son fármacos en potencia. Por ejemplo, el músculo libera una sustancia llamada SPARC que podría reducir el crecimiento de tumores en el colon. O interleuquina-6, una molécula con efectos más bien perniciosos cuando se libera desde otras células pero que curiosamente tiene efectos antiinflamatorios y beneficiosos para el sistema inmune o la regulación de los niveles de azúcar cuando sale de nuestros músculos. Algunas mioquinas son incluso capaces de entrar en el cerebro y llegar a sus regiones más deterioradas por la enfermedad de Alzheimer. Así, no solo la actividad mental regular y exigente (como el ejemplo que se cita con frecuencia, aprender un nuevo idioma a edades avanzadas o realizar ejercicios de memoria) aumenta la plasticidad cerebral y permite atenuar el deterioro cognitivo asociado a la senectud. También la actividad física per se, sin necesidad de estar asociada a procesos cognitivos complejos (simplemente caminar, levantar pesas o nadar) contribuye a regenerar el cerebro. El ejercicio también estimula la liberación de células madre a la sangre, muchas de las cuales tienen un potencial efecto regenerativo en algunos tejidos, como el corazón dañado por un infarto. Y ni siquiera es cierto que si nos pasamos con el ejercicio nos oxidamos más y vivimos menos por los efectos de los temidos radicales libres. Muy al contrario, los deportistas de élite son más longevos que la población general, y su cuerpo está adaptado para defenderse mejor de los radicales libres. Alejandro Lucía, Catedrático de Fisiología del Ejercicio de la Universidad Europea
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